Crisis mundial del capitalismo y crisis civilizatoria de la humanidad
En la década y media que lleva de transcurrido el siglo XXI se pueden observar con claridad la grave situación que vive la humanidad y la profunda crisis que sufre el sistema capitalista internacional. Es preocupante que no se haya tomado conocimiento y plena conciencia de los peligros inminentes que se aproximan, pero tampoco se tenga la más mínima consideración de la miserable existencia de miles de millones de seres humanos condenados a vivir y a morir en condiciones lamentables.Todo esto pone de relieve la efectividad de los medios de comunicación y los sistemas educativos que predominan en el mundo y en nuestro país, que son garantes esenciales a nivel cultural de un sistema social que no tiene nada que ofrecer a la gran mayoría de la población mundial, que no sea una creciente marginalidad y una mayor depredación global de los bienes comunes del planeta.
En especial la ausencia de un serio debate sobre esta realidad en amplios sectores que vienen luchando de distintas maneras contra las consecuencias de la expansión del capitalismo y la profundización de sus principales tendencias estructurales, constituye una grave falencia dados los momentos históricos excepcionales que vivimos y los que se avecinan, donde la humanidad se enfrenta a situaciones inéditas, a peligros inminentes y a futuros de catástrofes.
La estructura social y la dinámica del funcionamiento del sistema nos muestran que vivimos profundos cambios, con gravísimos problemas actuales y más graves aún peligros futuros. Ya no es sorpresa ver cómo numerosos estudios de las diversas disciplinas sociales coinciden en afirmar que estamos ante una crisis civilizatoria sin precedentes, donde las dificultades estructurales del sistema socioeconómico que rige en casi todo el planeta (el capitalismo) se suman a los horrores generados por ese mismo sistema en términos de sus gravísimas consecuencias sociales y ambientales.
Aunque ya son evidentes algunos de los efectos de la grave crisis, lo que hemos visto hasta ahora es apenas una muestra superficial de la magnitud de las transformaciones globales que se producirán en todos los niveles de la vida, desde las relaciones sociales hasta la manera de interactuar con la naturaleza de la cual formamos parte, incluyendo por supuesto nuestra visión de la realidad, la cultura y las políticas públicas.
Un análisis más serio de la situación actual y de las perspectivas futuras, tanto a nivel de las contradicciones y obstáculos que enfrenta el sistema por sus propias lógicas, como de los impactos del mismo sobre la sociedad, puede ayudar a comprender qué tipo de cambios aparecen como necesarios y urgentes, y de qué manera se debería construir alternativas económicas, políticas, sociales y culturales, que ayuden a transitar hacia destinos más humanos y sustentables.
Un mundo en crisis y la humanidad en peligro
La crisis mundial actual es innegable, y su gravedad implica peligros que no podemos ignorar a la hora de pensar en impulsar actividades y formas de interacción alternativas al sistema vigente. Esta crisis mundial es la sumatoria de varias crisis coincidentes (alimentaria, sanitaria, energética, laboral, económica, cultural, ambiental, humanitaria, etc), y puede sintetizarse en dos grandes cuestiones: crisis del sistema como tal y crisis de la humanidad. (1)
La marcha del capitalismo como forma de organización social que se ha impuesto prácticamente en todo el planeta (con escasísimas excepciones) ha llegado a situaciones límites en términos de su propia lógica de funcionamiento, pero también en función del impacto horroroso que genera sobre la humanidad y sobre el entorno que permite nuestra supervivencia. Y si toda crisis supone siempre una situación de transición que desemboca en nuevas realidades (muy diferentes a las preexistentes), la actual no es una excepción. Todo lo contrario, lo más probable es que casi nada quedará igual.
Dentro de sus tendencias estructurales, este sistema tiende a y requiere de un crecimiento permanente, fenómeno que involucra un proceso de extracción cada vez más grande y más rápido de muy diversos recursos, a la vez que genera desechos que contaminan de forma irreversible el ambiente. A la vez, para mantener ese crecimiento permanente necesita de un consumo cada vez más masivo e irracional, que cumple la función de ser fuente de demanda imprescindible para que la máquina voraz se mantenga en movimiento. Pero ese crecimiento permanente no puede continuar de manera indefinida puesto que se produce en el marco de un planeta finito. Y según el consenso científico, esos límites inexorables e insuperables que pone la finitud de los recursos disponibles están siendo superados por la actividad económica desenfrenada.
Desde la década del ’70 del siglo XX sobrepasamos la capacidad del planeta de soportar las altas tasas de extracción de recursos y de absorber la gigantesca cantidad de desechos y residuos que arrojamos. Hoy la huella ecológica negativa supera en un 50% las posibilidades que tiene nuestro único hogar para permitirnos continuar en él, lo que es lo mismo que decir que si deseamos que las futuras generaciones puedan habitar la Tierra deberíamos disminuir un 50% el nivel de actividad actual. No obstante, la casi totalidad de los países del mundo tienen una prioridad en sus políticas: lograr el máximo crecimiento posible (porque además, así lo requiere la lógica de este sistema demencial). Por lo que la decisión de los gobiernos es suicida: más o peor de lo mismo.
Entre los varios límites que ya hemos superado se puede señalar en primer lugar al cambio climático. Según el Panel de Expertos Intergubernamentales por el Cambio Climático de las Naciones Unidas, la emisión de gases de efecto invernadero ha sido de tal magnitud que está elevando la temperatura media del planeta, temperatura que permitió el surgimiento y la evolución de los humanos (y de muchas otras vidas) por cientos de miles de años. En estos días los gobiernos de todos los países están preparando su participación al encuentro mundial a realizarse en diciembre próximo en París, con un objetivo básico y esencial: comprometerse a reducciones efectivas y significativas de sus emisiones de gases de efecto invernadero. Será quizás una de las últimas oportunidades de actuar antes de pasar el límite del no retorno.
Sin embargo, los científicos coinciden en señalar que queda muy escaso margen para evitar que en pocas décadas se alcance y superen los dos grados que se toman como límite, superado el cual no se sabe como va a reaccionar el planeta ni cómo serán los efectos sinérgicos y en cadena que pueden generarse. Porque las emisiones ya realizadas comienzan a tener efecto en una o dos décadas y permanecen por cientos de años en la atmósfera. En tanto que la cantidad de gases de efecto invernadero alcanzaban a 280 partes por millón (ppm) hasta hace poco más de un siglo, la revolución industrial y el uso masivo de combustibles fósiles ha elevado peligrosamente ese porcentaje. Y si se pensaba que el límite máximo seguro no debía superar las 350 ppm, ya hemos alcanzado las 400 ppm. De ahí que las estimaciones del consenso científico de lo que sucederá con el ambiente para las próximas décadas sean muy pesimistas. (2)
Otro de los límites que aparecen como ya superados y con graves consecuencias para un futuro muy cercano, tiene que ver con el seguro colapso energético. La energía es esencial para la vida, y tanto a nivel mundial como en nuestro país la base del consumo energético actual está en los combustibles fósiles (petróleo, gas y carbón) que representan alrededor del 85% del consumo total. Si bien es cierto que la utilización masiva e irracional del petróleo ha significado un cambio sustancial en las condiciones de vida para una parte de la humanidad, esos recursos están disponibles luego de procesos naturales que llevaron decenas de millones de años para generarse. Y los estamos liquidando en menos de dos siglos. Ya llegamos al cénit del petróleo (alrededor del 2006), y en poco tiempo más llegaremos al cénit del gas y luego del carbón. Pero no existe ni remotamente la posibilidad de reemplazar ese elevadísimo consumo por otras fuentes energéticas, lo que nos conducirá a escenarios de catástrofes, que requieren urgentes y profundos cambios si se desean evitar las peores perspectivas. (3)
También se están poniendo de manifiesto otros graves problemas ambientales, vinculados a la pérdida constante e irrecuperable de suelo fértil, que hará cada vez más difícil producir alimentos para todos, existiendo estimaciones que señalan que muchos de los nutrientes que no se reponen dejarán poco margen para mantener la producción mínima necesaria para el futuro. Algo más grave aún sucede con el agua potable, elemento esencial para la vida, y que está siendo contaminada en cantidades gigantescas, en un proceso que no se detiene ni un instante en todo el mundo; mientras por otro lado se van destruyendo las fuentes generadoras, que son los glaciares de altas montañas (por el calentamiento global y la megaminería, entre otros procesos) y los humedales (ya se han destruido un 50% de los existentes a nivel mundial). Según organismos internacionales, ya existe un déficit de abastecimiento de agua potable en condiciones higiénicas para más de dos mil millones de personas, que hoy deben beber aguas contaminadas, con todos los riesgos sanitarios que ello implica.
Por otro lado, seguimos arrojando desechos y productos en cantidades crecientes que no pueden ser absorbidos por la naturaleza, y provocan graves daños en el ambiente. Sucede con los plásticos, cuyos desechos en el medio del Océano Pacífico han conformado el llamado “séptimo continente”, con una superficie similar a la península ibérica (España más Portugal). Sucede con los desechos electrónicos, que se acumulan peligrosamente y no aparecen vías de solución a la vez que se siguen generando, usando y tirando a ritmos cada vez más veloces. Se pueden mencionar además muchos otros males, como la destrucción de los ecosistemas y de los servicios que brindan a la vida, la pérdida de la biodiversidad tan imprescindible para mantener el equilibrio ecológico, la creciente acidificación de los océanos y los enormes impactos que pueden provocarse, la desaparición masiva de especies vegetales y animales, etc, etc.
Estamos hablando entonces de que en términos de un par de décadas podemos tener que enfrentar a “la tormenta perfecta”: calentamiento global por encima de los límites máximos, colapsos energéticos que dejen sin transporte ni electricidad a grandes urbes y países enteros (con el consiguiente caos y disolución social), carencia creciente de alimentos y agua potable para varios miles de millones, y el peligro mayor que es la posibilidad concreta del fin de la humanidad en el planeta.
¿No merece este futuro cercano, con sus graves peligros, que pongamos en debate hacia dónde vamos, qué mundo queremos, y qué podemos hacer para incidir en el logro del necesario cambio de rumbo?
La cuestión social y la crisis humanitaria
Esta forma tan brutal de destrucción masiva de nuestro único hogar “está llevando a la humanidad hacia el precipicio, y estamos apretando el acelerador” (como lo ha declarado de manera reiterada el Secretario General de la ONU, Ban Ki Moon).
Pero no se trata de que somos demasiados humanos habitando un planeta que no alcanza para todos, sino de la responsabilidad del modo en que vivimos, producimos y consumimos, al que nos ha conducido la lógica de este sistema. Menos del 15% de la población del mundo es responsable de más del 85% del consumo, de la extracción de recursos y de la contaminación global. Es su modo de vida irracional y depredador y la lógica ciega del sistema, la que nos lleva al precipicio. Esto tiene relación con el otro grave problema actual: la crisis humanitaria.
Somos alrededor de 7.200 millones de seres humanos que habitamos la Tierra, pero más de la mitad de ellos viven en situación de pobreza estructural. No hablamos de cien, de mil o de un millón de pobres, lo cual por supuesto que sería preocupante. Hablamos de más de cuatro mil millones de personas que viven en condiciones de carencias e insatisfacción de sus necesidades básicas. Y en ese grupo, alrededor de dos mil millones (según la FAO) pasan hambre todos los días. Dos mil millones de indigentes que sobreviven miserablemente y que mueren de la misma forma. De las 120 mil personas que mueren diariamente en el mundo, se estima que entre 40 y 50 mil son los que se mueren de hambre… cada día. Seguramente a esta masa gigantesca de excluidos les preocupe muy poco que hablemos del peligro del fin de la humanidad para dentro de pocas décadas, porque su final está ahí mismo, al fin del día o de la semana. Pero además de los pobres y hambrientos, están los millones afectados por la inseguridad, los conflictos bélicos, la desocupación, la falta de perspectivas futuras, los acosados por los múltiples males de este sistema desigual y destructor de sociedad, de humanidad, de ambiente y de vida en general. (4)
Desde el inicio de la etapa del capitalismo neoliberal (años ’70 y ’80 del siglo pasado), un proyecto político impulsado por los capitales más poderosos del mundo, los problemas sociales se han venido agravando. La tendencia a la concentración y centralización de capitales, y la tendencia al crecimiento polarizado y desigual, han llevado a nuevos escenarios de crecientes desigualdades en la distribución del ingreso y la riqueza, a nuevas vueltas de tuerca que terminan beneficiando no ya al tercio superior de la población, sino apenas al 5% y al 1% del total, que acumula riquezas gigantescas.
Se fueron destruyendo poco a poco los “estados del bienestar”, hasta alcanzar al “centro” del capitalismo “desarrollado”. Se van desmantelando los servicios sociales y se expulsan de los beneficios del “progreso” no sólo al tercio histórico de menores ingresos, sino a las amplias capas medias que crecieron al impulso del modelo fordista-keynesiano de la segunda posguerra. En EEUU, la potencia más rica del mundo, viven 50 millones de pobres, que se alimentan con bonos estatales. En la rica Unión Europea se acumulan decenas de millones de desocupados, pobres y hasta hambrientos.
Mientras en simultáneo, crecen las fortunas de los multimillonarios, y la riqueza se concentra en un puñado de bancos poderosos y de gigantescas corporaciones transnacionales (diversos estudios publicados informan sobre el tema). Y esta realidad no es estática, sino que los dueños del mundo van y vienen por más, poniendo en peligro la supervivencia de cada vez más amplios sectores de la población y el bienestar de la gran mayoría de los seres humanos en todo el planeta. (5)
Tanto este futuro cercano que amenaza a toda la humanidad, como el presente lamentable que afecta a muchos miles de millones de seres humanos, deben ser objeto de análisis respecto de en qué tipo de sociedad vivimos y hacia dónde vamos, a la hora de pensar nuestra responsabilidad como ciudadanos comprometidos y nuestras acciones para contribuir al urgente e imprescindible cambio social.
Pero además de los grandes males humanos y ambientales provocados por la expansión del capitalismo en su actual etapa neoliberal, el propio sistema capitalista se enfrente a una profunda crisis que le impide volver a generar un crecimiento sostenido, y eso tiene consecuencias a nivel global, que es necesario considerar.
La crisis del sistema capitalista internacional y sus contradicciones
La contraofensiva neoliberal de los sectores más concentrados del capitalismo, iniciada entre los años ’70 y ’80 del siglo XX, logró imponerse con un éxito notable en casi todo el planeta. Anta la caída gradual de la tasa de ganancia en las actividades productivas en los países capitalistas centrales, sucedida hacia fines de la década del ’60, las grandes corporaciones impulsaron un proceso de reestructuración que tuvo resultados tan efectivos que no sólo lograron recomponer la tasa de ganancia a niveles extraordinarios, sino que originaron dos grandes problemas para la lógica del propio sistema (6).
Por un lado, la sobreacumulación de capitales líquidos y las gigantescas burbujas financieras no pueden sostenerse sin una economía que genere de manera creciente nuevas riquezas materiales. Pero por otro lado, la sobreacumulación de capacidad productiva existente no puede desplegarse plenamente sin un mercado que demande una mayor producción. Y eso no es factible luego de la contrarrevolución neoliberal, que dejó mercados agónicos y miles de millones de seres humanos excluidos del ‘progreso’.
El capitalismo necesita expandirse permanentemente, pero si se pensara en algún proyecto neokeynesiano universal, que incorpore una porción significativa de la población mundial al consumismo capitalista, el efecto de ese movimiento se daría de narices con la limitación física que significa un planeta finito que ya no soporta la depredación actual. Y en ese dilema se debate hoy el sistema, donde los sectores más poderosos y concentrados (los dueños del mundo) siguen impulsando acciones y políticas que les reportan enormes beneficios, pero en rumbo de colisión por la falta de sustentabilidad de ese proceso demencial.
Durante el proceso de reestructuración de la economía mundial, que incluyó una nueva revolución tecnológica y un cambio en las estrategias productivas de las grandes empresas transnacionales, se reorganizaron las actividades para alcanzar mayor eficiencia y más altos márgenes de ganancias. No sólo la robotización de los procesos industriales y el desarrollo de la informática aplicada a todo nivel, contribuyeron al logro de ese objetivo. También el cambio tecnológico en la producción de alimentos, de la mano de la transgénesis y la monoproducción en gran escala, permitió obtener inmensos beneficios a las corporaciones del sector que dominan los diferentes eslabones de toda la cadena. Se hizo a costa de la destrucción de vastos sectores campesinos y de la pérdida de la diversidad productiva en muchas regiones del planeta.
También la persistencia del proceso de crecimiento y acumulación a escala mundial agravó el saqueo y la depredación de recursos valiosos existentes en muchas regiones de la periferia del capitalismo, que van a ser objeto de nuevas ofensivas contra sus territorios y los pueblos que los habitan, generando los denominados procesos extractivistas que hoy predominan en la mayoría de los países latinoamericanos, más allá de los gobiernos de diferentes matices partidarios.
La Argentina y las próximas décadas
Nuestro país no está al margen de ese mundo en crisis. Somos parte del sistema capitalista, aunque estamos insertos de manera dependiente. Y nuestra historia como Nación ha sido la continuidad de ese estado, aunque pasando por fases diferentes tanto en su estructura social y dinámica interna, como en su inserción dentro del sistema capitalista internacional. No vamos a estar al margen de los colapsos futuros, pero vamos a tener nuestras particularidades nacionales que es necesario reconocer.
Luego de la profunda crisis a la que fue sometida la sociedad argentina durante más de dos décadas (a partir de mediados de los años ’70), y que llevó al fin de la ISI (industrialización por sustitución de importaciones, una sociedad con significativos avances en comparación al resto de los países de la región), se gestó un nuevo modelo de acumulación (últimos años de la década del ’90), mucho más regresivo, que se va a desplegar con fuerza hacia finales del 2002. Y a partir de entonces vamos a ver una nueva estructura económica y social, con una nueva manera de insertarse en el capitalismo global, que es necesario considerar para prever los escenarios futuros.
Vivimos los años de un modelo de capitalismo dependiente caracterizado por la falta de un auténtico proyecto nacional, puesto que los sectores impulsores del crecimiento surgen de planes y estrategias de las corporaciones transnacionales. Pero a diferencia de la etapa histórica previa a la crisis (modelo ISI), este modelo es extractivista depredador, con peso de las actividades que saquean las riquezas del territorio y no tienen ninguna posibilidad de sustentabilidad en el mediano plazo. Son además capital intensivo y con escasa generación de empleo genuino. Presentan problemas estructurales que en la fase expansiva inicial se pudieron ocultar detrás de los precios extraordinarios de los productos exportados por la Argentina (en especial la soja) y del rol activo del Estado como empleador (sea en forma directa, con trabajos precarios o con cientos de miles de subsidios clientelares).
Pero ni los defensores más acérrimos de las actividades extractivas depredadoras ocultan la falta de perspectivas de las mismas. Los principales defensores del modelo de monoproducción de soja transgénica vienen desde hace años llamando la atención por el creciente deterioro del suelo fértil (ya que no se reponen ni el 30% de los nutrientes que se llevan las cosechas). Las propias megamineras muestran en sus folletos que sus emprendimientos (de destrucción masiva y contaminación) tienen una duración de alrededor de 20 años (en ese lapso después de dinamitar una montaña y contaminar con cianuro los acuíferos, sacan todo lo que encuentran), aunque la formación del mineral en las rocas haya llevado entre 8 y 12 millones de años. Algo peor sucede con el fracking, donde el recurso que se alcanza con la perforación y la explosión subterránea se extrae en un 80% en los dos primeros años, por lo que se requiere hacer nuevos pozos en forma permanente, hasta agotar el suelo y destruir lo que haya con vida en el territorio (donde cada pozo requiere inyectar 20 millones de litros de agua con un cóctel de 600 químicos contaminantes, y pone en peligro los acuíferos de la zona).
Tampoco se puede esperar demasiado de la armaduría automotriz (donde un auto terminado tiene poco más del 20% de insumos nacionales) ya que el fin del petróleo afectará antes que nada al transporte automotor; ni de la mal llamada “industria nacional” de bienes electrónicos, que son islas artificiales que no tienen perspectivas de sostenerse si no es con ingentes e insostenibles subsidios públicos.
La eventualidad del fin de este ciclo expansivo, que ni aún en su etapa “gloriosa” pudo resolver los graves problemas estructurales económicos y sociales, nos obliga a considerar cuáles son los futuros escenarios y qué podemos hacer en ese contexto. Ante este panorama, que no es para nada alentador, surgen múltiples acciones de resistencia pero también muchas ideas, propuestas y prácticas, que buscan alternativas a los horrores que ofrece el capitalismo neoliberal. Acciones y propuestas que deberían potenciarse para impulsar un urgente y necesario cambio de rumbo. Y es en ese marco que creo debería analizarse y debatirse nuestro futuro común, con un mundo y un país que van a cambiar y mucho.
En resumen, sigo pensando que vamos hacia un mundo totalmente distinto al que vivimos hoy, que aparecerá de manera abrupta en cualquier momento. Y que nosotros deberíamos debatir esos probables escenarios, puesto que nos daría mucho más claridad a la hora de definir las cuestiones esenciales de nuestra militancia.
Julio de 2015
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