A pesar de las recientes modificaciones en ganancias, que morigeraron uno de los aspectos donde más se acentuó la regresividad del sistema impositivo en tiempos recientes, el análisis de las fuentes de ingresos y destinos del gasto público nos muestra un Estado que recauda mayormente de los trabajadores y el consumo popular, y gasta en beneficio de empresarios y especuladores.
Con el reciente decreto que modificó el mínimo no imponible (MNI) del impuesto a las Ganancias, eximiendo los salarios en bruto de hasta $15.000 ($12.450 de bolsillo) a partir de septiembre y elevando 20% el MNI para los que cobran menos de $25.000 de bruto (30% si residen en la Patagonia), el gobierno reforma uno de los aspectos que más acentuó la regresividad del sistema impositivo argentino durante la última década. Aunque la parte del impuesto a las ganancias de personas físicas es menor que el gravamen a sociedades, aumentó en los últimos años, y no precisamente porque se grave más a los que más ganan. Con los aumentos de salarios registrados durante estos años para los trabajadores registrados, que, como es obvio para todo el mundo menos para los defensores de las artimañas del IndeK, no hicieron mucho más que recomponer el poder adquisitivo erosionado por el proceso inflacionario, y el ajuste más lento en los valores del MNI para el impuesto a las Ganancias de cuarta categoría (es decir, las de las remuneraciones), cada vez más trabajadores han debido pagar el impuesto. El MNI se mantuvo inmóvil entre mediados de 2003 y 2006. Ese año subió 50%. Luego hubo aumentos del 20% en 2007, 2008, 2010, 2011 y a comienzos de 2013.
En 2012, el 20% de los asalariados pagaron impuesto a las ganancias, cuando en 2001 era el 9,7%. Es el gravamen sobre estos sectores lo que explica que el impuesto a las ganancias haya pasado de representar el 15,2% de lo recaudado en 1998 a los niveles actuales de 18%. Con los nuevos anuncios que casi duplican el MNI, la situación se retrotrae momentáneamente a la de 2007, cuando el nivel de asalariados alcanzados por el impuesto superaba ligeramente el 10%. Decimos momentáneamente porque no hay pauta de ajuste automático. La presión por la recomposición de los salarios ante una inflación que no ceja, hará crecer nuevamente el universo de los que superan el mínimo.
Otra reforma de Ganancias grava la distribución de dividendos, elimina exenciones a los no residentes e impone el tributo a la compra venta de títulos y acciones que no cotizan en Bolsa. Y simultáneamente se elevaron los topes para recibir las asignaciones familiares. En las últimas semanas se sumaron los ajustes de las categorías de monotributistas.
Con su retroceso, el gobierno concede en un punto que había creado profundo malestar en millones de asalariados. Sin embargo, aunque esto revierte un aspecto que había acentuado la regresividad del sistema impositivo, esto no puede confundirse con un avance en su progresividad. Veámoslo.
De dónde salen los recursos del Estado nacional
Los impuestos se apropian de una parte del ingreso generado anualmente, o gravan los stocks de riqueza acumulada por los sectores que tienen capacidad para hacerlo. En el primer caso, para los marxistas la fuente última es una parte de la masa de excedente (la llamada plusvalía) generado por la producción social. Sin embargo, de esto no puede deducirse que no importa su mayor o menor progresividad. Al contrario, la mayor o menor disposición de gravar sin mediaciones a los sectores más ricos o apoyarse a la inversa en recaudar sobre estratos medios y asalariados da cuenta de ciertos cambios en las relaciones entre las clases.
La recaudación del Estado nacional, tomando el año 2012, se descompone de la siguiente manera:
• Ganancias: 18% de lo recaudado
• IVA: 29%
• Comercio Exterior: 11%
• Aportes a la seguridad social: 30,9%
• Transacciones bancarias: 6,2%
• Bienes personales: 1%
• Resto de los impuestos: 3,9%
Es notoria la baja ponderación que los gravámenes directos al capital. Aparte del impuesto a las ganancias (del cual una parte en realidad no son “ganancias”, por lo que señalamos al comienzo), puede decirse esto de la parte de los impuestos al comercio exterior referida a los derechos de exportación (8,8% de la recaudación) ya que su origen es una parte del excedente generado en la producción agraria, de combustibles crudos y minerales no procesados, que constituyen la mayoría de los productos alcanzados por estos impuestos; y el impuesto a los bienes personales que grava la propiedad individual de los estratos de mayores ingresos. En este último caso salta a la vista su poco peso en la recaudación. No resulta sorprendente, ya que las alícuotas oscilan entre 0,75% y 1,25%. Estos impuestos suman solo 27,8% del total de la recaudación. Excluyendo las cargas sociales, el impuesto de mayor peso es el IVA. Este es afrontado por los consumidores finales, ya que en cada instancia intermedia de la producción los agentes declaran como crédito ante el fisco la parte del impuesto que afrontaron en sus compras de insumos. Se trata de un impuesto regresivo porque grava proporcionalmente más a los sectores de menores ingresos, de los cuáles una mayor parte de su ingreso está destinado al consumo.
Por último, el mayor capítulo dentro de los impuestos lo componen los aportes a la seguridad social. Es común en el pensamiento “progre” destacar el carácter “solidario” de un sistema de reparto y homologar esto con progresividad, ensalzándolo frente a los sistemas de seguro de retiro basados en la capitalización individual de fondos. Sin duda, los sistemas de capitalización son una fuente que engrosa los fondos con los que lucran las instituciones financieras, que en numerosas ocasiones los dilapidaron en apuestas riesgosas. La liquidación de sistemas de este tipo, como fue el de las AFJP en la Argentina, es un necesario desguace de la “patria financiera”. Sin embargo, la “solidaridad” forzada por el Estado que caracteriza al sistema de reparto, apoyada en una deducción sobre el salario bruto que hoy alcanza el 17%, dudosamente podría conformar un sistema progresivo. Aún haciendo abstracción de los usos de esta caja por parte del Estado (que hoy financia ampliamente los gastos corrientes del Estado a cambio de títulos de deuda pública, y también prestan a tasa subsidiada a empresarios) la tónica la impone ya el hecho de que la principal fuente de fondos para la seguridad social proviene de esta deducción al salario. Los aportes patronales vienen reduciéndose marcadamente desde comienzos de los años ‘90. En 1991 eran de 33%, y para el año 2000 habían caído a 17,7%, casi la mitad. Aunque después de la devaluación de 2002 se elevaron a 23,7%, diversas normas continuaron la senda de rebajas, para empresas radicadas en zonas geográficas específicas. A esto se agrega la incorporación de “sumas no remunerativas”, que no conllevan pago de aportes y contribuciones. El resultado es que entre 2003 y 2013 las contribuciones promediaron el 13,3% de la masa total de los salarios. Aunque la elevación de los aportes patronales mitigaría la regresividiad, otro aspecto que han señalado distintos autores es que aunque en lo formal se grava a los empresarios, en los hechos esto no necesariamente significa que éstas terminen pagando enteramente estas cargas, ya que entran dentro del “arbitraje” entre patrones y asalariados. La medida en que los patrones pueden transformar la carga que le corresponde en una deducción adicional de hecho al salario, o no, depende en última instancia de lo que ocurre en el mercado de trabajo. Para Jorge Macón, que analiza el período 1950-1980, es muy probable que los empresarios hayan logrado transferir la mayor parte del costo de las contribuciones a los salarios (Las Finanzas Publicas Argentinas 1950-80, Macchi, Buenos Aires, 1985, p. 152). Es necesario que todo el sistema previsional se sostenga con impuestos directos a las ganancias y las fortunas.
Exenciones
Aunque a lo largo del Siglo XX las clases poseedoras aceptaron la necesidad de realizar mayores aportes impositivos para solventar un accionar estatal las favorece, al mismo tiempo expresaron su reticencia buscando –y logrando– numerosas exenciones.
El caso del impuesto a las ganancias ilustra toda una serie de condiciones favorables a los estratos de mayores ingresos. Aunque la llamada deducción especial es mayor en los asalariados que en los autónomos, intervienen otros elementos que crean condiciones muy favorables al empresariado. La primera de ellas es el momento de pago. Al asalariado se le retiene el impuesto en el preciso momento en que percibe el ingreso que lo genera. Cuando un empresario retira una suma similar puede llegar pagar el impuesto hasta dos años después. Esto es porque, como explica Sergio Arelovich: “el primer año lo retira, el segundo lo homologa como honorarios o dividendos y en el tercero, al presentar la declaración jurada por el año anterior, nace la obligación de cancelación del saldo del impuesto” (“Revisar las exenciones”, Página/12, 2/9/2013). El empresario tiene un margen amplio para definir el monto imponible; lo hace unilateralmente según el estado de su empresa, utilizando la estrategia fiscal más conveniente, para lo cual cuenta con amplia elaboración contable al servicio de la elusión. Las empresas deducen como gasto todo lo que permita reproducir la fuente generadora de ingresos, sin límite de monto, con excepción de algunas partidas específicas. Esto disminuye el monto imponible del impuesto sin restricciones. El asalariado, en cambio, solo puede deducir montos generales (MNI, deducción especial, cargas de familia) con independencia de si puede reproducir la fuente generadora de ingresos, es decir, su fuerza de trabajo.
Existen toda una serie de condiciones asimétricas que exceden ampliamente la cuestión del MNI. Aunque su elevación pateó hacia delante el impacto de estas cuestiones sobre casi dos millones de asalariados, estas siguen en el tintero. El salario no es ganancia, y no puede ser tratado como tal. Otra cosa es si las relaciones que adoptan la forma salarial, pero refieren a las funciones de comando de la producción y se remuneran directamente con una parte del excedente de las empresas, como es el caso de los gerentes y otros estratos dedicados directamente a representar el capital, han de ser gravadas como ganancia. Pero hacer esto exigiría una profunda reformulación de la cuarta categoría, ausente en cualquiera de los debates actuales. Por eso, ante todo, de lo que se trata para los trabajadores es de rechazar este impuesto a los salarios, que consitituye además una “doble imposición” que se suma a las contribuciones previsionales.
Que contrasta con el hecho de que a los sectores más ricos se les exime de pagos previsionales, ya que existe un tope remunerativo que hoy es de $24.473,92, por encima del cual no es obligatorio el ingreso de aportes con destino a los sistemas de seguridad social y obras sociales, mostrando las patas cortas del pregonado concepto de solidaridad. Aunque como contrapartida esto engrosa la base imponible del impuesto a las Ganancias, se reduce la base de ingresos específicos del sistema previsional, en beneficio del financiamiento del tesoro, a lo cual se suma el conjunto de las exenciones que benefician a los más ricos y hacen que vaya al tesoro una parte menor de lo que iría al sistema previsional de no existir dichos topes.
Por si quedan dudas de cómo funciona el sistema tributario, veamos los pagos de ganancias de los estratos más altos. Según datos de la AFIP relevados por Marcelo Zlotogwiazda, 283 personas ganaron en 2012 más de 10 millones de pesos cada una, sumando de conjunto 4.799 millones de pesos. Esas 283 personas pagaron en concepto de impuesto a las Ganancias 849 millones de pesos correspondientes al ejercicio fiscal 2012. Es decir un 17,7%, exactamente la mitad de la alícuota de 35% vigente para la escala más alta del impuesto. La presión tributaria (es decir, la relación entre todos los ingresos tributarios de nación y provincias, y el producto bruto) era en 2012 de 37% según el Instituto Argentino de Análisis Fiscal (IARAF). Es decir, más del doble de lo que soportaba este selecto grupo como impuesto a sus ganancias, uno de los gravámenes que sin duda más repercute en la presión tributaria sobre estos individuos. Por suerte pagan más los que más tienen, ¿no? Como señalamos, las deducciones y desgravaciones tienen una marcada orientación clasista.
Dime a favor de quién gastas…
Las usinas de divulgación de ideas vinculadas a distintos sectores empresarios nos tienen habituados a los reclamos de un Estado “chico”.
En los medios más afines al empresariado leemos regularmente notas que declaran con escándalo que la presión tributaria escaló desde el 17,5% del PIB que representaba en 1999. Estos pataleos van asociados a numerosas críticas por los supuestos excesos de un gasto “social”. Desde veredas ideológicas opuestas a estas, muchas veces se identifica un mayor peso de la recaudación y gastos del Estado como proporción de la producción nacional como algo lisa y llanamente progresivo. Sin embargo, por mucho que pataleen los primeros y festejen los segundos, un análisis de la estructura del gasto estatal hoy muestra que la parte del león del presupuesto se la llevan las transferencias al capital y otros gastos que cumplen un rol clave en garantizar condiciones fundamentales para la marcha de los negocios capitalistas, y no el gasto social que –según suponen detractores y apologistas por igual– le habría impreso una orientación pretendidamente progresiva basada en algunas medidas distributivas –muy limitadas en términos absolutos y como parte del gasto total–. Si por el lado del financiamiento a través de impuestos ya hemos visto los rasgos que confieren al sistema impositivo un carácter regresivo, por el lado de los gastos también se puede ver un marcado sesgo clasista. Veamos. Una de las políticas más promocionadas por el gobierno como parte de la batería de medidas de índole redistributiva es la Asignación Universal por Hijo (AUH) –medida que también repercute sobre la demanda para los empresarios que producen bienes de consumo, ya que es un ingreso adicional que se destina en su mayor parte a la adquisición de los mismos, ayudando a sus beneficios–. Esta representó en 2012 un monto de $18.500 millones.
Frente a esto, las erogaciones en subsidios al transporte y la energía, cuyo principal beneficiario son los empresarios (tanto lo que reciben un subsidio que solventa sus ganancias como los demás, que se benefician indirectamente por el hecho de que las tarifas planchadas limitan las presiones a la recomposición salarial que afrontan por parte de los trabajadores bajo convenio) sumaron $84.700 millones, es decir, 4,5 veces lo que insume la AUH. Los pagos de servicio de la deuda pública, sumaron en 2012 $55.000 millones. Otros regímenes de promoción económica que benefician a distintos sectores empresarios insumieron el año que pasó casi $11.000 millones. Todo esto sumado alcanza $139.700 millones, lo que representa casi un 55% de todo el gasto en seguridad social, es decir, la suma de jubilaciones, asignaciones y pensiones, y AUH, que como ya señalamos tienen su base mayormente en la deducción que se hace de los salarios.
Otras comparaciones resultan lapidarias: en 2012 la suma de los presupuestos de Salud y Educación de la Nación fue de $37.500 millones, es decir, apenas un cuarto de lo que va directo a manos de los empresarios y especuladores. El plan de viviendas PROCREAR representa apenas un 1,5% de dicho monto. Y esto sin contar los variados beneficios especiales para sectores o empresas específicas, créditos a tasas subsidiadas, etc. Existen toda una batería de medidas que transfieren recursos a los empresarios. Aunque las partidas destinadas a mejoras de ingresos de los sectores más pobres crecieron en los últimos años, no se registra un cambio global en el rol estatal hacia una mayor progresividad. Al mismo tiempo que se implementaron medidas como la AUH, se reforzaron las transferencias al capital y medidas benefician proporcionalmente más a los sectores de mayores ingresos. Solo es posible transformar progresivamente el sistema si el conjunto de los gastos del Estado, incluyendo la seguridad social, se basan en impuestos a las grandes fortunas, a las rentas (financieras y del suelo) y gravámenes directos al capital y las ganancias personales más elevados que los vigentes en el país y en el extranjero hoy (que cayeron sustantivamente durante las “contrarreformas” neoliberales desde los máximos históricos alcanzados en los años del llamado “Estado benefactor”) y sin las deducciones y exenciones que rigen.
Terminando definitivamente con el impuesto al salario que constituye la cuarta categoría de ganancias y con el impuesto al valor agregado. Con estas medidas simples –que para conquistarse requieren una amplia movilización obrera y popular– podrían obtenerse decenas de miles de millones de pesos, para garantizar a todos los trabajadores un salario acorde a la canasta familiar, sostener el 82% móvil para todos los asalariados –hoy retaceado por el gobierno– y encarar rápidamente las obras de infraestructura vial, de vivienda y de provisión energética que hoy son postergadas o realizadas a cuentagotas con el argumento de la falta de recursos.
Revista IdeI. Esteban Mercatante
N.4, octubre de 2013.
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