Anticipo de libro El retorno del yihadismo, de Patrick
Cockburn. El texto que sigue es un pasaje del primer capítulo del nuevo libro
de Patrick Cockburn, corresponsal del diario británico The Independent y uno de
los mayores especialistas en el mundo del denominado grupo fundamentalista Ejército
Islámico de Irak y el Levante, facción terrorista que hoy domina buena parte
del espacio territorial de Siria e Irak.
Patrick Cockburn. Periodista y escritor
Hay algunos aspectos extraordinarios de la actual política
estadounidense en relación con Irak y Siria que, sorprendentemente, están
llamando muy poco la atención. En Irak, Estados Unidos está realizando ataques
aéreos y enviando asesores e instructores para tratar de contrarrestar el
avance del Estado Islámico de Irak y Siria (más conocido como ISIS) en Erbil,
la capital de Kurdistán. Presumiblemente, Estados Unidos haría lo mismo si el
ISIS rodeara o atacara Bagdad. Pero la política de Washington en relación con
Siria es exactamente la contraria; en este país los principales adversarios del
ISIS son el gobierno sirio y los kurdos sirios en los enclaves del norte. Ambos
son atacados por el ISIS, que se han apoderado de cerca de un tercio del
territorio, incluyendo la mayor parte de las instalaciones de producción de
petróleo y gas. Pero la política de Estados Unidos, de Europa, de Arabia
Saudita y de los estados árabes del Golfo es el derrocamiento del presidente
Bashar al Assad; también lo es la política del ISIS y los demás yihadistas que
están combatiendo en Siria. Si cayera Assad, se beneficiaría el ISIS, ya que
está derrotando o absorbiendo al resto de la oposición armada del gobierno
sirio. En Washington y en todas partes se supone la existencia de una oposición
siria de carácter “moderado” ayudada por EE.UU., Qatar, Turquía y los saudíes.
Sin embargo, esta oposición es cada día más débil. Pronto, el nuevo califato se
puede extender desde la frontera iraní hasta el Mediterráneo, y la única fuerza
que podría hacer que esto no sucediera es el ejército sirio. La realidad de la
política estadounidense es apoyar al gobierno de Irak –pero no a Siria– contra
el ISIS. Pero una de las razones de que el ISIS haya crecido tan vigorosamente
en Irak es por su capacidad de extraer recursos y combatientes de Siria. Ahora,
el consenso entre los políticos y los medios en Occidente es que no todo lo que
ha ido mal en Irak se debe al primer ministro Nouri al Maliki. En los dos
últimos años, políticos iraquíes han estado diciéndome que era inevitable que
el apoyo extranjero a la revuelta sunita en Siria terminaría desestabilizando
también su país. Eso es lo que está pasando ahora. Mediante sus contradicciones
políticas en estos dos países, Estados Unidos ha asegurado el fortalecimiento
del ISIS en Irak con combatientes procedentes de Siria, y viceversa. De
momento, Washington ha conseguido que no se lo culpabilice por el crecimiento
del ISIS haciendo que todas las críticas recaigan sobre el gobierno iraquí. En
los hechos, ha creado una situación en la que el ISIS puede sobrevivir y bien
podría prosperar. El uso de la marca al Qaeda. En general, el fuerte aumento de
la fuerza y la importancia de la organización yihadista en Siria e Irak no han
sido reconocidos por los políticos y los medios de Occidente hasta hace muy
poco tiempo. Una razón de peso para esto es que los gobiernos occidentales y
sus fuerzas de seguridad tienen una visión muy estrecha de la amenaza yihadista
y la atribuyen sólo a los grupos controlados por Al Qaeda central, o “corazón”
de Al Qaeda. Esto les permite mostrar un imagen mucho más optimista de sus
éxitos en la así llamada guerra contra el terror que lo que puede verificarse
sobre el terreno. De hecho, la idea de que los únicos yihadistas que deben
preocupar son aquellos que tienen la bendición oficial de Al Qaeda es ingenua y
engañosa. Ignora el hecho de que, por ejemplo, el ISIS ha sido criticado por
Ayman al Zahuahiri, el jefe de Al Qaeda, por ser excesivamente violento y
sectario. Después de conversar con un jefe intermedio de los rebeldes
yihadistas sirios sin afiliación directa a Al Qaeda en el sudeste de Turquía a
comienzos de este año, una fuente me dijo que “todos ellos, sin excepción, expresan
su entusiasmo por los ataques del 11-S, y esperan que lo mismo pueda ocurrir en
Europa”. Grupos yihadistas cercanos a Al Qaeda han sido etiquetados de
moderados después de que sus acciones fueran consideradas como de apoyo a los
objetivos políticos de Estados Unidos. En Siria, los estadounidenses
respaldaron un plan diseñado por Arabia Saudita para construir un “frente sur”
con base en Jordania que sería contrario al gobierno de Assad y, al mismo
tiempo, hostil con los grupos rebeldes al estilo Al Qaeda en el norte y el
este. La intención es que la poderosa pero supuestamente moderada Brigada
Yarmouk, de la que se informa de que hay planes para que reciba misiles
antiaéreos de Arabia Saudita, sería la columna vertebral de esta nueva
formación de combate. Pero existen numerosos videos que muestran que
frecuentemente la Brigada Yarmouk ha combatido codo a codo con la organización
JAN, afiliada oficial de Al Qaeda. A partir de esto, es posible que, en el
fragor de la batalla, estos dos grupos compartieran municiones y que Washington
estuviera permitiendo que armamento avanzado llegase a manos de su enemigo
mortal. Algunos oficiales iraquíes confirmaron que ellos han capturado armas
sofisticadas que estaban en manos de combatientes del ISIS en Irak, armas que
en su origen habían sido proporcionadas por potencias extranjeras a grupos
sirios considerados como contrarios a Al Qaeda. El nombre de Al Qaeda siempre
se ha aplicado con mucha flexibilidad en la identificación del enemigo. En 2003
y 2004, en Irak, mientras crecía la oposición armada iraquí a la ocupación
anglo-estadounidense, los oficiales de EE.UU. atribuyeron a Al Qaeda la mayor
parte de los ataques sufridos, a pesar de que muchos de ellos habían sido
realizados por grupos nacionalistas y baasistas. Propaganda como ésta ayudó a
que cerca del 60 por ciento de los votantes estadounidenses antes de la
invasión de Irak se convenciera de la existencia de una conexión entre Saddam
Hussein y los responsables de los atentados del 11-S, independientemente de la
ausencia de cualquier prueba en ese sentido. En el mismo Irak, y sin duda en
todo el mundo musulmán, esas acusaciones beneficiaron a Al Qaeda, porque le
atribuyeron un papel exagerado en la resistencia contra la ocupación
anglo-estadounidense. Precisamente, en 2011, la táctica opuesta –muy al estilo
de las public relations– fue empleada por los gobiernos occidentales en Libia,
donde cualquier similitud entre Al Qaeda y los rebeldes respaldados por la OTAN
en su lucha contra Muammar Khadafi fue minimizada. Sólo fueron considerados
peligrosos aquellos grupos yihadistas que tenían un vínculo operacional directo
con el “corazón” de Al Qaeda de Osama Bin Laden. La falsedad de la ficción de
que los yihadistas en Libia contrarios a Khadafi eran menos peligrosos que
aquellos que estaban en contacto directo con Al Qaeda fue expuesta con crudeza
–si bien trágicamente– en septiembre de 2012, cuando el embajador
estadounidense Chris Stevens fue asesinado en Bengazi por los yihadistas. Estos
yihadistas eran los mismos que habían sido ensalzados por los gobiernos
occidentales y los medios por su desempeño en el alzamiento contra Khadafi. Al
Qaeda imaginada como la mafia. Más que una organización, Al Qaeda es una idea,
y esto viene siendo así desde hace mucho tiempo. Durante un periodo de cinco
años a partir de 1996, Al Qaeda ha tenido cuadros, recursos y campos de
entrenamiento en Afganistán, pero fueron eliminados después de la derrota del
Talibán en 2001. Desde entonces, Al Qaeda se ha convertido sobre todo en una
convocatoria, un conjunto de creencias islámicas centradas en la creación de un
estado islámico, la imposición de la sharia, el regreso a las costumbres del
islam, la sumisión de las mujeres y la guerra sagrada contra otros musulmanes,
particularmente los chiitas, a quienes se los considera unos herejes
merecedores de la muerte. En el centro de esta doctrina guerrera, el énfasis
está puesto en el sacrificio personal y el martirio como símbolos de la fe
religiosa y el compromiso. Esto ha resultado en la utilización de creyentes sin
entrenamiento, pero fanáticos, para realizar atentados suicidas con explosivos
que tienen un efecto devastador. El interés de Estados Unidos y otros gobiernos
siempre ha sido el que Al Qaeda sea visto como una organización poseedora de una
estructura de mando y control parecida a un mini Pentágono, o como la de la
mafia en EE.UU. Esta es una imagen que resulta reconfortante para el público
porque los grupos organizados, por demoníacos que puedan ser, pueden ser
perseguidos y eliminados, bien mediante la cárcel o bien mediante la muerte. La
realidad de un movimiento en el que cada adherente ha sido reclutado por él
mismo y que puede aparecer en cualquier lugar geográfico es mucho más
alarmante. Hace 12 años, el agrupamiento de militantes realizado por Osama Bin
Laden, que no se llamó Al Qaeda hasta después del 11-S, era sólo uno más de los
muchos grupos yihadistas. Pero hoy sus ideas y sus métodos predominan entre los
yihadistas debido al prestigio y la publicidad que le significó la destrucción
de las Torres Gemelas, la guerra de Irak y la demonización que de él hizo
Washington cuando lo declaró el origen de todos los males de Estados Unidos. En
esos días, disminuyeron las diferencias entre las creencias de los yihadistas,
más allá de su vinculación formal con la central de al Qaeda. No debe
sorprender a nadie el hecho de que los gobiernos occidentales prefieran la
imagen de fantasía de Al Qaeda, ya que eso les permite vanagloriarse de una
victoria cuando consiguen asesinar a alguno de sus miembros o aliados más
conocidos. A menudo, a los eliminados se les asigna un rango cuasi militar
–como “jefe de operaciones”– para realzar la significación de su deceso. La
culminación de este aspecto tan publicitado como irrelevante de la “guerra
contra el terror” fue el asesinato de Bin Laden en Abbottabad, Pakistán, en
2011. Eso le permitió al presidente Obama pavonearse ante el público por ser el
hombre que había presidido la cacería del líder de Al Qaeda. Sin embargo, en la
práctica esa muerte ha tenido un impacto muy pequeño en los grupos yihadistas
al estilo de Al Qaeda, cuya mayor expansión empezó a darse a partir de
entonces. Ignorar el papel de Arabia Saudita y de Pakistán. La decisión clave
que permitió la supervivencia de Al Qaeda, y más tarde su expansión, se tomó en
las horas que se sucedieron inmediatamente después del los atentados del 11-S.
Casi todos los aspectos significativos del proyecto de estrellar aviones contra
la Torres Gemelas y otros edificios icónicos de Estados Unidos condujeron hacia
Arabia Saudita. Bin Laden era integrante de la elite saudita y su padre había
estado estrechamente asociado con la monarquía de Arabia Saudita. El informe
oficial del 11-S, citando a su vez un informe de la CIA de 2002, dice que Al
Qaeda se financiaba gracias a “una variedad de donantes y fundaciones,
principalmente de los países del Golfo y particularmente de Arabia Saudita”.
Los investigadores del informe señalan repetidamente que su acceso era limitado
o negado cuando se trataba de obtener información en Arabia Saudita. Aun así,
aparentemente el presidente Bush nunca consideró siquiera la posibilidad de
hacer responsables a los sauditas de lo sucedido. La salida de importantes
súbditos sauditas, entre ellos familiares de Bin Laden, de Estados Unidos fue
facilitada por el gobierno estadounidense en los días que siguieron al 11-S.
Muy significativamente, las 28 páginas del Informe de la Comisión del 11-S
referidas a las relaciones entre los atacantes y Arabia Saudita fueron
eliminadas y nunca se publicaron, a pesar de que el presidente Obama prometió
que se haría; se esgrimió la justificación de la seguridad nacional. En 2009,
ocho años después del 11-S, un cable de la secretaria de estado de EE.UU.,
Hillary Clinton, desvelado por el WikiLeaks, se quejaba de que los donantes de
Arabia Saudita constituían la principal fuente de financiación de los grupos
terroristas sunitas de todo el mundo. Pero a pesar de esta admisión de carácter
privado, Estados Unidos y Europa siguieron mostrándose indiferentes ante los
predicadores sauditas cuyo mensaje –que llegaba a millones de televidentes
satelitales, seguidores de YouTube y de Twitter–, llamaban al asesinato de los
chiitas por su herejía. Estos llamados se hacían mientras las bombas de Al
Qaeda asesinaban a los habitantes de los barrios chiitas de Irak. En un
subtítulo de otro cable del Departamento de Estado del mismo año se podía leer:
“¿Es el anti chiitaísmo la política exterior de Arabia Saudita?”. Hoy día,
cinco años después, los grupos apoyados por los sauditas ostentan el récord de
extremo sectarismo contra los musulmanes no sunitas. Pakistán, o más bien la
inteligencia militar pakistaní bajo la forma de Inteligencia Interservicios
(ISI, por sus siglas en inglés), es el otro padre de Al Qaeda –el Talibán– y de
los movimientos yihadistas en general. Cuando el Talibán fue deshecho por el
bombardeo estadounidense de 2001, sus fuerzas en el norte de Afganistán fueron
atrapadas por fuerzas anti Talibán. Antes de su rendición, centenares de
miembros de la ICI, instructores militares y asesores fueron evacuados
apresuradamente por aire. A pesar de la clarísima evidencia del patrocinio ICI
del Talibán, y en general de los yihadíes, Washington se negó a enfrentar a
Pakistán, dejando así el camino expedito para el resurgimiento del Talibán
después de 2003, algo que ni EE.UU. ni la OTAN han sido capaces de revertir. La
“guerra contra el terror” ha fracasado porque no se ha dirigido contra los
movimientos yihadistas como un todo ni ha apuntado contra Arabia Saudita y Pakistán,
los dos países que han alimentado el yihadismo tanto en su condición de
creencia como de movimiento. Estados Unidos no lo hizo porque esos dos países
eran aliados importantes y no quiere malquistarse con ellos. Arabia Saudita es
un importantísimo mercado para la industria bélica estadounidense y los
sauditas han cultivado –en ocasiones, comprado– la amistad de influyentes
miembros de su establishmet político. Pakistán es una potencia nuclear con una
población de 180 millones de habitantes y un poder militar estrechamente
vinculado con el Pentágono. El espectacular resurgimiento de Al Qaeda y sus
filiales se ha dado a pesar de la enorme expansión de los servicios de
inteligencia estadounidenses y británicos y de sus respectivos presupuestos
después del 11-S. Desde entonces, Estados Unidos, seguido de cerca por Gran
Bretaña, ha combatido guerras en Afganistán e Irak y adoptado políticas propias
de estados policiales, como la prisión sin proceso judicial, la tortura y el
espionaje de sus propios ciudadanos. Los gobiernos han llevado adelante su
“guerra contra el terror” diciendo sin rodeos que los derechos del ciudadano
deben sacrificarse en aras de la seguridad para todos. Frente a estas tan
discutibles medidas de seguridad, los movimientos contra los cuales están
dirigidas estas medidas no han sido derrotados; muy por el contrario, se han
hecho más fuertes. En los tiempos del 11-S, Al Qaeda era una organización
pequeña y bastante ineficaz; a comienzos de 2014, los grupos al estilo de Al
Qaeda eran numerosos y vigorosos. En otras palabras, la “guerra contra el
terror”, cuyas líneas maestras eran las adecuadas para un paisaje político como
el del mundo de 2001, ha fallado sin paliativos. Hasta la caída de Mosul, nadie
se había apercibido de ello.